P A R Q U E






Se metió el dedo en la nariz con el placer de saberse vista, con la indefinible satisfacción de molestar a la familia que estaba sentada en el banco de enfrente, vestidos con colores pastel, que no podían hacer nada más que poner cara de asco. El cielo cambiaba de color casi imperceptiblemente, sus matices producían efecto alucinatorio. La gente pasaba sin apenas mirar, y sus sombras se movían en el suelo. Los esqueletos de árboles recortándose por encima de las nubes blancas hacían un eco del viento, suave, suave. Ella tiritó sin notarlo y agarró las bolsas que estaban a sus pies, porque se acercaba un niño con un perro. El niño se sentó y ató la correa del animal a la pata del banco. Se oía el ruido del perro forcejeando; ella suspiró y se puso a cantar con voz irregular mientras parpadeaba con fuerza. Normalmente funcionaba. Pero allí seguía sentado el niño, a su lado, mirándose una mancha en el pantalón. (Mierda.) Había algo que nunca fallaba: comenzó a darse suaves bofetadas en la cara, sin hacerse daño, pero con grandes gestos. No hubo reacción. Finalmente se levantó ella.

Se puso a andar por el parque. Le gustaba sentir la arena crujir bajo sus pies, le gustaba crear una especie de ritmo al moverse que le hacía observar algún sentido en las cosas, al menos un sentido armonioso, musical, si no de otro tipo, que regía el espacio y el tiempo. La gente con la que se cruzaba teñía el aire de olores rosados, que ella aspiraba: así les conocía. Las piedrecitas sonaban bajo sus zapatos raídos y ella sonreía, andando a pasos cortos y largos, cuidando la cadencia suave.

Al llegar a la tapia que separaba el parque de un solar, se quedó parada. Para ella aquel lugar contenía el universo entero. Las sombras se proyectaban en él, y ahora la luz era de oro. El cielo cubría el muro y el musgo por zonas lo pintaba de un verde prodigioso. Pequeños insectos recorrían la piedra de arriba abajo y de abajo a arriba, con patitas invisibles. Ella, sólo de vez en cuando, realizaba el ritual de coger uno de esos pequeños animales (concretamente, el cuarto que viese) y tragárselo, sin masticar. Sólo así permanecía aún con vida, y sólo así había aguantado treinta y tres duros inviernos en la calle. Era su secreto. El blanco duele.

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